Literatura, novelas y artistas mutilados

04/06/2021 04:59

Por Ana Marangoni


Recientemente, en nuestro programa “La Conspiración Inútil”, entrevistamos al artista plástico Daniel Santoro (pintor, en sus palabras), mientras nos preguntábamos por ese tejido extraño que emana desde -aquello que se insiste en llamar- el “arte nacional” y que traza un relato político de nuestra historia.

Surgen, entonces, entre múltiples posibilidades, dos novelas: Un episodio en la vida del pintor viajero, de Cesar Aira, y El nervio óptico, de María Gainza.

El protagonista de Aira es Johan Moritz Rugendas, uno de tantos que, siguiendo la tradición de Humboldt, llegaron a estas tierras australes en el siglo XIX para capturar en sus pinturas el misterio de las llanuras pampeanas.

No voy a resumir lo que Aira cuenta sobre Rugendas, porque para eso está su texto que cuenta por sí solo y mucho mejor que esta cronista. Pero sí vale señalar, en forma simultánea de recomendación y capricho, el vínculo que se establece allí entre lo que pinta Rugendas y el accidente que sufre en su primer viaje a nuestros pagos, -y, como no podría haber sido de otra forma-, mientras montaba a caballo. Rugendas es, como tantos viajeros, una víctima de estas tierras “salvajes”. No uno, sino dos rayos lo fulminan, fatalidad de la que sobrevive pero que lo dejará marcado de por vida. Su cara quedará deformada. Y la gran paradoja es que, en su propio rostro, el principio de armonía estética se rompe irreversiblemente. Sus facciones ya no responden a su sistema nervioso, y se traducen en movimientos erráticos que expresan, por un lado, una fragmentación, y por otro, una suerte de malentendido entre lo que el cerebro comanda y el comportamiento azaroso de sus músculos.

Pero esto no detiene a Rugendas. Vuelve a viajar, obsesionado por el malón, ese error de la mátrix patriótica que aún el sueño civilizatorio no puede extirpar ni domesticar, y mucho menos predecir. Es ese pintor, marcado por la naturaleza pampeana, quien podrá acercarse a los indios y bocetarlos como muy pocos pudieron. Él, precisamente, quien llevaba en su rostro la marca de lo inefable, de lo monstruoso, y quien podía causarle asombro incluso a los “salvajes”, el paroxismo de la otredad para los que se empeñaban en llamarse civilizados.

La segunda novela, la de María Gainza, transcurre en una ciudad de Buenos Aires distorsionada por una lluvia de cenizas que la vuelve extraña y ajena, casi una premonición de lo que unos años después nos traería la pandemia. Allí, una guía de arte entreteje sus pensamientos con el recuerdo de algunas pinturas. Y del museo de su memoria emerge Cándido López.

Cándido tiene algo en común con Rugendas: también va a quedar marcado, por haber explorado más allá de los límites recomendados. Se mezclan el oficio de pintar y la experiencia, con resultados fatales, que sin embargo les permiten ir más allá de la esperada pintura de paisaje.

Cándido quiere retratar la Guerra del Paraguay, y se enlista. En la batalla de Curupaytí pierde su mano derecha. Años después, en Buenos Aires, comienza a entrenar la mano izquierda, la que le queda. Con ella realizará la mayor parte de sus pinturas sobre la Guerra del Paraguay, que no solo le imprime una mutilación, sino el recuerdo de una de las peores masacres del pueblo uruguayo. El fuego será una marca vibrante en muchas de sus pinturas, y en su recuerdo quedará el horror de los cadáveres de los soldados-niños que se apilaban sin sentido en las trincheras.

Pintores marcados. Marcas que los alejan de una estética predecible, pero que habilitan la posibilidad de crear desde un lugar inesperado, y por lo tanto, más original (¿acaso lo logran o solo es nuestro deseo?). Un sueño civilizatorio que la misma experiencia destruye y mutila, como a sus propios cuerpos. Un territorio que se resiste a lo lineal, y que deja marcas y consecuencias catastróficas.

En El nervio óptico, la narradora dice que “Cándido López estaba convencido de que para tocar el corazón de la realidad, había que deformarla”. En la de Aira, la reconstrucción de lo que se llama realidad, se pone a prueba una y otra vez, hasta volverse una tarea imposible y en algún punto, un sinsentido.

Por eso, y con más razón, trazo la insistencia de leer estas dos novelas que dudosamente nos acerquen al arte o a su comprensión. A duras penas, en todo caso, nos acercarán a ese lente que se simula en el nervio óptico de quien mira para ilustrar y de quien contempla una pintura en un museo o desde su casa.


Link a la entrevista a Daniel Santoro: https://open.spotify.com/episode/6fb8tkAftiSpyCnxXdhv5wa: